Artículo escrito por Ainhoa Guemes.
La situación de más de un millón de cuidadoras familiares es insostenible. Ellas entregan su fuerza de trabajo sin recibir nada o casi nada a cambio. Hay quienes se enriquecen gracias a la acumulación patrimonial y capitalista, y lo hacen sin ningún pudor, porque el fin único es simplemente ese, llenar el saco de excedentes, acumular cada vez más sin tener en cuenta las producciones propias de la vida. Una vez más, las leyes del mercado cierran filas contra las leyes de la vida.
Son las mujeres las que históricamente se han visto obligadas a ejercer las funciones propias del cuidado. Ellas se ven obligadas a ser fuente inagotable de afecto y de cariño, a producir bienestar. Se rompen los cuernos por satisfacer los deseos y las necesidades de otras personas. Sin embargo, ¿quién reconoce su trabajo? Este tipo de labor ni siquiera alcanza la categoría de trabajo, a pesar de la rentabilidad que supone, y esto las instituciones lo tienen bien medido y muy estudiado, porque está claro que el estado se ahorra un dineral cargando todo el peso en las cuidadoras. La función que ejercen es de vital importancia para el conjunto de la sociedad, sin embargo, en el mejor de los casos es percibida como un acto de solidaridad, pero sobretodo es percibida como una obligación que las mujeres tienen dentro de la familia.
Tanto los imperativos morales como los económicos son obstáculos que impiden a muchas mujeres reivindicar su derecho a no cuidar. Y motivos para rehusar el cuidado no les faltan. Apenas disfrutan de un descanso en sus tareas de atención, lo que les limita en los demás aspectos de su vida, tanto social como laboral. La sensación de sobrecarga, el resentimiento, el cansancio derivan en trastornos psicológicos graves como depresión, angustia, pérdida de identidad y alteraciones psicosomáticas. La función de cuidadora tiene altos costes físicos, psicológicos y económicos. Los cuidados a las personas dependientes, débiles o enfermas podrían tener menos costes para las cuidadoras si se regularan y profesionalizaran.
El derecho a recibir cuidado es un derecho social básico. Si el estado garantiza el derecho a la salud y a la atención médica, también debe garantizar el derecho a recibir cuidados cuando sea necesario. La sostenibilidad de la vida se basa en la satisfacción de los deseos y las necesidades de todas las personas. El estado debe garantizar una vida digna para todos y todas. En cambio, el llamado estado de bienestar subordina las necesidades humanas a las exigencias de los mercados, es decir, a los designios de las empresas capitalistas.
La mirada androcéntrica equipara lo económico con los mercados, es decir, la posición o actividad económica de una persona viene determinada por su relación con el mercado de trabajo y por su capacidad de consumo. Sin tener en cuenta los mecanismos de sostenibilidad de la vida se dirige la mirada a un solo punto: a las esferas monetizadas de la economía. Esta es la causa principal de las tensiones que se desatan entre la existencia diaria y los mercados. En realidad, los cuidados hacen referencia al mantenimiento diario de la vida, con su faceta material y afectiva indisolublemente ligadas. Existe una interdependencia mutua. Toda la gente puede depender de otra gente en determinados momentos. Es más, los mercados no son esferas económicas autosuficientes, ya que tienen una dependencia absoluta de los trabajos gratuitos que sostienen la vida día a día.
En conjunto, los estudios sobre dependencia coinciden en que el perfil de persona cuidadora principal de dependientes es una mujer de 44 a 65 años, ama de casa, con escasos estudios y de clase media baja. La disponibilidad de estas mujeres debe ser total, y no conlleva remuneraciones ni derecho a contraprestaciones. Estamos hablando de un trabajo sumamente precario. Un trabajo que se desarrolla en un contexto de desigualdades de género, clase y etnia.
Los hombres suelen cuidar cuando no hay ninguna mujer para hacerlo. No se incorporan al cuidado de forma natural. La socialización de género favorece a un tipo de hombre, el modelo de hombre ganador de ingresos; y a un tipo de mujer, el modelo de mujer ama de casa. Así como a un tipo de familia; la familia nuclear. Y como es lógico, la legislación laboral, hasta ahora, también se ha basado en este modelo.
Gracias a la lucha de los grupos feministas y de asociaciones de mujeres, en los últimos años se ha desarrollado la implementación de políticas públicas en torno a lo que se denomina la conciliación entre la vida familiar y laboral. La atención a la dependencia se ha convertido en uno de los retos más decisivos de los modernos sistemas de protección social.
El pasado 23 de diciembre se aprobó en Madrid el Anteproyecto de Ley de Promoción de la autonomía personal y Atención a las personas en situación de dependencia. El Ministerio de Trabajo anunció a bombo y platillo que 400.000 personas recibirán ayuda por atender a familiares dependientes. Dicha ley aun tiene muchos cabos sin atar. Es un paso, pero el camino a recorrer es largo. La obligación de los gobiernos es poner en funcionamiento un sistema público y universal de atención a la dependencia. La universalidad y el carácter público y no privado (o concertado) de los servicios es una condición fundamental, no sólo para que los cuidados sean dignos y tengan la suficiente calidad, sino también para que las personas que cuidan hagan su trabajo en las mejores condiciones posibles.
La crisis de los cuidados sirve para cuestionar el conjunto del sistema y poner de manifiesto la subordinación de las necesidades humanas a las exigencias de los mercados. Es urgente diseñar una nueva distribución social de los tiempos y de los trabajos. En definitiva, es el mercado y sus impulsores quienes deben partir de la lógica del cuidado de la vida. El bienestar de todas y de todos está en juego.
La situación de más de un millón de cuidadoras familiares es insostenible. Ellas entregan su fuerza de trabajo sin recibir nada o casi nada a cambio. Hay quienes se enriquecen gracias a la acumulación patrimonial y capitalista, y lo hacen sin ningún pudor, porque el fin único es simplemente ese, llenar el saco de excedentes, acumular cada vez más sin tener en cuenta las producciones propias de la vida. Una vez más, las leyes del mercado cierran filas contra las leyes de la vida.
Son las mujeres las que históricamente se han visto obligadas a ejercer las funciones propias del cuidado. Ellas se ven obligadas a ser fuente inagotable de afecto y de cariño, a producir bienestar. Se rompen los cuernos por satisfacer los deseos y las necesidades de otras personas. Sin embargo, ¿quién reconoce su trabajo? Este tipo de labor ni siquiera alcanza la categoría de trabajo, a pesar de la rentabilidad que supone, y esto las instituciones lo tienen bien medido y muy estudiado, porque está claro que el estado se ahorra un dineral cargando todo el peso en las cuidadoras. La función que ejercen es de vital importancia para el conjunto de la sociedad, sin embargo, en el mejor de los casos es percibida como un acto de solidaridad, pero sobretodo es percibida como una obligación que las mujeres tienen dentro de la familia.
Tanto los imperativos morales como los económicos son obstáculos que impiden a muchas mujeres reivindicar su derecho a no cuidar. Y motivos para rehusar el cuidado no les faltan. Apenas disfrutan de un descanso en sus tareas de atención, lo que les limita en los demás aspectos de su vida, tanto social como laboral. La sensación de sobrecarga, el resentimiento, el cansancio derivan en trastornos psicológicos graves como depresión, angustia, pérdida de identidad y alteraciones psicosomáticas. La función de cuidadora tiene altos costes físicos, psicológicos y económicos. Los cuidados a las personas dependientes, débiles o enfermas podrían tener menos costes para las cuidadoras si se regularan y profesionalizaran.
El derecho a recibir cuidado es un derecho social básico. Si el estado garantiza el derecho a la salud y a la atención médica, también debe garantizar el derecho a recibir cuidados cuando sea necesario. La sostenibilidad de la vida se basa en la satisfacción de los deseos y las necesidades de todas las personas. El estado debe garantizar una vida digna para todos y todas. En cambio, el llamado estado de bienestar subordina las necesidades humanas a las exigencias de los mercados, es decir, a los designios de las empresas capitalistas.
La mirada androcéntrica equipara lo económico con los mercados, es decir, la posición o actividad económica de una persona viene determinada por su relación con el mercado de trabajo y por su capacidad de consumo. Sin tener en cuenta los mecanismos de sostenibilidad de la vida se dirige la mirada a un solo punto: a las esferas monetizadas de la economía. Esta es la causa principal de las tensiones que se desatan entre la existencia diaria y los mercados. En realidad, los cuidados hacen referencia al mantenimiento diario de la vida, con su faceta material y afectiva indisolublemente ligadas. Existe una interdependencia mutua. Toda la gente puede depender de otra gente en determinados momentos. Es más, los mercados no son esferas económicas autosuficientes, ya que tienen una dependencia absoluta de los trabajos gratuitos que sostienen la vida día a día.
En conjunto, los estudios sobre dependencia coinciden en que el perfil de persona cuidadora principal de dependientes es una mujer de 44 a 65 años, ama de casa, con escasos estudios y de clase media baja. La disponibilidad de estas mujeres debe ser total, y no conlleva remuneraciones ni derecho a contraprestaciones. Estamos hablando de un trabajo sumamente precario. Un trabajo que se desarrolla en un contexto de desigualdades de género, clase y etnia.
Los hombres suelen cuidar cuando no hay ninguna mujer para hacerlo. No se incorporan al cuidado de forma natural. La socialización de género favorece a un tipo de hombre, el modelo de hombre ganador de ingresos; y a un tipo de mujer, el modelo de mujer ama de casa. Así como a un tipo de familia; la familia nuclear. Y como es lógico, la legislación laboral, hasta ahora, también se ha basado en este modelo.
Gracias a la lucha de los grupos feministas y de asociaciones de mujeres, en los últimos años se ha desarrollado la implementación de políticas públicas en torno a lo que se denomina la conciliación entre la vida familiar y laboral. La atención a la dependencia se ha convertido en uno de los retos más decisivos de los modernos sistemas de protección social.
El pasado 23 de diciembre se aprobó en Madrid el Anteproyecto de Ley de Promoción de la autonomía personal y Atención a las personas en situación de dependencia. El Ministerio de Trabajo anunció a bombo y platillo que 400.000 personas recibirán ayuda por atender a familiares dependientes. Dicha ley aun tiene muchos cabos sin atar. Es un paso, pero el camino a recorrer es largo. La obligación de los gobiernos es poner en funcionamiento un sistema público y universal de atención a la dependencia. La universalidad y el carácter público y no privado (o concertado) de los servicios es una condición fundamental, no sólo para que los cuidados sean dignos y tengan la suficiente calidad, sino también para que las personas que cuidan hagan su trabajo en las mejores condiciones posibles.
La crisis de los cuidados sirve para cuestionar el conjunto del sistema y poner de manifiesto la subordinación de las necesidades humanas a las exigencias de los mercados. Es urgente diseñar una nueva distribución social de los tiempos y de los trabajos. En definitiva, es el mercado y sus impulsores quienes deben partir de la lógica del cuidado de la vida. El bienestar de todas y de todos está en juego.
1 comentario:
Nuestro sistema de bienestar esta mantenido y sostenido por el trabajo no remunerado y disponible las 24 horas de las mujeres. A ningún estado le va a interesar que el trabajo las mujeres esté valorado y reconocido, tendrían que pagarlo y sólo pensarlo cuestiona el orden establecido... gracias por tu articulo
rpm
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